Erzebeth de Bathory (o Elizabeth de Bathory) nació de un matrimonio consanguíneo: su madre Anna Bathory, hermana del rey Istvan I de Polonia, casó en terceras nupcias con su primo el barón György Bathory de Ecsed, y tuvieron siete hijos: cuatro fueron abortados y dos hijas más, Sofía y Klara, murieron a manos de George Dozsa, un campesino rebelde que se dedicó a tomar los castillos de los nobles húngaros y a asesinarlos a todos. Erzebeth se salvó milagrosamente cuando el bandolero atacó el castillo de su familia. Cuando capturaron a Dozsa, lo condenaron a sentarse en un Trono de Hierro que luego encendieron y pusieron al rojo vivo. Su cráneo estalló y su cerebro se derramó por sus oídos. Obligaron a sus cómplices a comer su carne asada; luego los destriparon vivos y arrojaron sus entrañas a los perros. Tras reducirlo a cenizas, arrojaron el polvo de Dozsa a los vientos. La pequeña Erzebeth de Bathory presenció todo: las torturas, las ejecuciones, la disposición de los cadáveres. Esta experiencia la marcaría para siempre.
A diferencia de la mayoría de mujeres (y hombres) de su tiempo, Erzebeth había recibido una buena educación y su cultura sobrepasaba a la de la mayoría de los hombres de entonces. A los quince años, en 1575, casó con Franz Nádasdy, que entonces contaba veintiséis años de edad. Fue Franz quien adoptó el apellido de soltera de su esposa, mucho más ilustre que el suyo. Se fueron a vivir al castillo de Čahtice, en compañía de su suegra Úrsula y otros miembros de la casa. El joven conde no pasaría mucho tiempo por allí: la mayor parte del tiempo estaría combatiendo en alguna de las muchas guerras de la zona, para merecer el apodo de "Caballero Negro de Hungría". Un día, y tras ser madre, Erzebeth descubrió que la edad la había convertido en una mujer madura. Se obsesionó con el proyecto de conservar su juventud y mandó a destruír todos los espejos de su castillo y cometió el crimen que finalmente iniciaría su caída. El declive comenzó en 1604, poco después de la muerte de su marido. Una de sus sirvientas adolescentes le dio un involuntario tirón de pelos mientras la estaba peinando, la condesa reaccionó reventándole la nariz de un fuerte bofetón y cuando la sangre salpicó la piel le pareció que allá donde había caído desaparecían las arrugas y su piel recuperaba la lozanía juvenil. La Condesa, fascinada, pensó que había encontrado la solución a la vejez, y siempre podría conservarse bella y joven. Con la ayuda de sus sirvientes, desnudaron a la muchacha, le hicieron un profundo corte en el cuello y llenaron un barreño con su sangre. Erzebeth se bañó en la sangre, o al menos se embadurnó con ella todo el cuerpo y la bebió. Entre 1604 y 1610, los agentes de Erzebeth se dedicaron a proveerla de jóvenes entre 9 y 26 años para sus rituales sangrientos, principalmente campesinas. Erzebeth estaba intrigada por el poder que tenían estas vulgares muchachas de excitarla. Ordenó que a toda nueva muchacha se le afeitara la cabeza. Con el pelo hizo sogas, para comprobar su resistencia y se confeccionó una túnica. Tomó la costumbre de quemar los genitales a algunas sirvientas con velas, carbones y hierros por pura diversión. También generalizó su práctica de beber la sangre directamente mediante mordiscos en las mejillas, los hombros o los pechos apoyada en la fuerza física de sus criados. Darvulia, su fiel nodriza, y Erzebeth organizaban aquelarres con muchachas drogadas, que bailaban desnudas bajo la luz de la luna. Luego llegaban hombres embozados que las poseían, y ellas estaban seguras de haber sido tomadas por el mismísimo Satanás. Hizo instalar en su sala de baño una jaula cilíndrica con afiladas estacas que giraba y se contraía. En uno de sus baños, una de las muchachas que la friccionaba, una retasada mental de Eslovaquia, la arañó con una uña. Erzebeth la azotó, furiosa, y la obligó a acurrucarse dentro. Luego levantaron la jaula. A medida que el movimiento arrojaba a la muchacha a un lado y otro, las largas agujas le fueron atravesando el cuerpo. La sangre que manaba iba bañando a Erzebeth, que estaba justo debajo. Fue una sensación extraordinaria. A medida que la sangre de la muchacha llovía sobre ella, un júbilo enloquecedor se apoderó de ella. Mejor aún, en los lugares mojados por la sangre, su piel parecía hacerse más joven, llena de una nueva vida. Durante los tres años siguientes, la jaula rotativa se convirtió en el entretenimiento favorito de Erzebeth. Además hizo instalar en todos sus castillos Doncellas de Hierro, un enorme ataúd con forma de mujer cuyo interior estaba lleno de afilados picos; al encerrar a la víctima dentro, las púas iban atravesándola poco a poco hasta desangrarla por completo. Con frecuencia viajaba con una de ellas en su carruaje, como si fuera una amiga. A sus cincuenta años, según los testimonios de las personas que la conocieron, presentaba un aspecto de juventud sorprendente, casi diabólico, con una palidez lechosa que fascinaba y aterraba.
A pesar de estas diversiones, Erzebeth llevaba a cabo los asuntos diarios de sus vastas propiedades con energía inigualable, administrando, negociando o supervisando. Durante más de 10 años, los campesinos del lugar veían el carruaje de la condesa deambular por sus tierras en busca de pobres muchachas engañadas con la promesa de una vida mejor a la dura existencia del campo. Y las que se negaban, eran drogadas y obligadas a la fuerza a acompañar a Elizabeth a un castillo del que nunca saldrían con vida. La gran cantidad de cadáveres fueron primero enterrados con cuidado en las inmediaciones de la fortaleza pero al final, Bathory y sus cómplices no tuvieron reparo en dejarlos en los campos sin ningún problema. A pesar de que la población cercana empezó a sospechar de la desaparición constante de muchas de sus hijas, la alta cuna de la que provenía la condesa hizo que ésta pudiera continuar con sus prácticas asesinas de manera impune. Sin embargo, llegó un momento en que las jóvenes muchachas se fueron terminando y la sed de sangre de Elizabeth la llevó a cometer un grave error. No dudó, desesperadamente en recurrir a chicas de la aristocracia. El rey Matías no pudo ya hacer oídos sordos a las historias dramáticas que llegaban de su pariente. Hombres del rey, dirigidos por el palatino Thurzó, decidieron investigar el caso. Cuando atravesaron los muros de Csejthe lo primero que vieron fue a una sirvienta en el cepo del patio, en estado agónico debido a una paliza que le había fracturado todos los huesos de la cadera, a una chica desangrada en el salón, y otra que aún estaba viva aunque le habían agujereado el cuerpo. En la mazmorra encontraron a una docena que todavía respiraba, algunas de las cuales habían sido perforadas y cortadas en varias ocasiones a lo largo de las últimas semanas. Por todas partes había toneles de ceniza y serrín, usados para recoger la sangre que se vertía tan pródigamente en aquel lugar. Debido a esto, todo el castillo estaba cubierto de manchas oscuras y despedía un tenue olor a podredumbre. La sentencia hecha pública el 17 de abril de 1611 condenaba a Elizabeth Báthory a ser recluida de por vida. No corrieron la misma suerte sus cómplices quienes fueron, todos ellos, ejecutados. La condesa pasó los siguientes 4 años enterrada en vida. Fue emparedada en su propio castillo, sin poder ver la luz del día, aislada completamente, con una sola rendija por la que recibía algo de comida. Moría el 21 de agosto de 1614. Terminaba así la historia de terror de la Condesa Sangrienta a quien sus más de 650 asesinatos y torturas no le sirvieron más que para sembrar el horror. La supuesta belleza que su nodriza le había prometido de poco o nada le sirvió en su tumba.